miércoles, 23 de septiembre de 2009

Perez Reverte, un escritor sin pelos en la lengua

Os dejo un artículo del famoso y respetado periodista y académico de la Lengua, Arturo Pérez-Reverte.

Lean ustedes y opinen, porque el texto no tiene desperdicio.

Esa gentuza.
Paso a menudo por la carrera de San Jerónimo, caminando por la acera
opuesta a las Cortes, y a veces coincido con la salida de los diputados
del Congreso. Hay coches oficiales con sus conductores y escoltas,
periodistas dando los últimos canutazos junto a la verja, y un tropel
de individuos de ambos sexos, encorbatados ellos y peripuestas ellas,
saliendo del recinto con los aires que pueden ustedes imaginar. No
identifico a casi ninguno, y apenas veo los telediarios; pero al pájaro
se le conoce por la cagada. Van pavoneándose graves, importantes,
seguros de su papel en los destinos de España, camino del coche o del
restaurante donde seguirán trazando líneas maestras de la política
nacional y periférica. No pocos salen arrogantes y sobrados como
estrellas de la tele, con trajes a medida, zapatos caros y maneras
afectadas de nuevos ricos. Oportunistas advenedizos que cada mañana se
miran al espejo para comprobar que están despiertos y celebrar su buena
suerte. Diputados, nada menos. Sin tener, algunos, el bachillerato. Ni
haber trabajado en su vida. Desconociendo lo que es madrugar para
fichar a las nueve de la mañana, o buscar curro fuera de la protección
del partido político al que se afiliaron sabiamente desde jovencitos.
Sin miedo a la cola del paro. Sin escrúpulos y sin vergüenza. Y en cada
ocasión, cuando me cruzo con ese desfile insultante, con ese
espectáculo de prepotencia absurda, experimento un intenso desagrado;
un malestar íntimo, hecho de indignación y desprecio. No es un acto
reflexivo, como digo. Sólo visceral. Desprovisto de razón. Un estallido
de cólera interior. Las ganas de acercarme a cualquiera de ellos y
ciscarme en su puta madre.

Sé que esto es excesivo. Que siempre hay justos en Sodoma. Gente
honrada. Políticos decentes cuya existencia es necesaria. No digo que
no. Pero hablo hoy de sentimientos, no de razones. De impulsos. Yo no
elijo cómo me siento. Cómo me salta el automático. Algo debe de
ocurrir, sin embargo, cuando a un ciudadano de 57 años y en uso
correcto de sus facultades mentales, con la vida resuelta, cultura
adecuada, inteligencia media y conocimiento amplio y razonable del
mundo, se le sube la pólvora al campanario mientras asiste al desfile
de los diputados españoles saliendo de las Cortes. Cuando la náusea y
la cólera son tan intensas. Eso me preocupa, por supuesto. Sigo
caminando carrera de San Jerónimo abajo, y me pregunto qué está
pasando. Hasta qué punto los años, la vida que llevé en otro tiempo,
los libros que he leído, el panorama actual, me hacen ver las cosas de
modo tan siniestro. Tan agresivo y pesimista. Por qué creo ver sólo
gentuza cuando los miro, pese a saber que entre ellos hay gente
perfectamente honorable. Por qué, de admirar y respetar a quienes
ocuparon esos mismos escaños hace veinte o treinta años, he pasado a
despreciar de este modo a sus mediocres reyezuelos sucesores. Por qué
unas cuantas docenas de analfabetos irresponsables y pagados de sí
mismos, sin distinción de partido ni ideología, pueden amargarme en un
instante, de este modo, la tarde, el día, el país y la vida.

Quizá porque los conozco, concluyo. No uno por uno, claro, sino a la
tropa. La casta general. Los he visto durante años, aquí y afuera
Estuve en los bosques de cruces de madera, en los callejones sin salida
a donde llevan sus irresponsabilidades, sus corruptelas, sus
ambiciones. Su incultura atroz y su falta de escrúpulos. Conozco las
consecuencias. Y sé cómo lo hacen ahora, adaptándose a su tiempo y su
momento. Lo sabe cualquiera que se fije. Que lea y mire. Algún día, si
tengo la cabeza lo bastante fría, les detallaré a ustedes cómo se lo
montan. Cómo y dónde comen y a costa de quién. Cómo se reparten las
dietas, los privilegios y los coches oficiales. Cómo organizan entre
ellos, en comisiones y visitas institucionales que a nadie importan una
mierda, descarados e inútiles viajes turísticos que pagan los
contribuyentes. Cómo se han trajinado –ahí no hay discrepancias
ideológicas– el privilegio de cobrar la máxima pensión pública de
jubilación tras sólo 7 años en el escaño, frente a los 35 de trabajo
honrado que necesita un ciudadano común. Cómo quienes llegan a
ministros tendrán, al jubilarse, sólidas pensiones compatibles con
cualquier trabajo público o privado, pensiones vitalicias cuando
lleguen a la edad de jubilación forzosa, e indemnizaciones mensuales
del 100% de su salario al cesar en el cargo, cobradas completas y sin
hacer cola en ventanillas, desde el primer día.

De cualquier modo, por hoy es suficiente. Y se acaba la página. Tenía
ganas de echar la pota, eso es todo. De desahogarme dándole a la tecla,
y es lo que he hecho. Otro día seré más coherente. Más razonable y
objetivo. Quizás. Ahora, por lo menos, mientras camino por la carrera
de San Jerónimo, algunos sabrán lo que tengo en la cabeza cuando me
cruzo con ellos.

Arturo Pérez-Reverte

2 comentarios:

felix dijo...

Este escritor es un "figura".No tiene pelos en la lengua. El artículo como bien dices, no tiene desperdicio.Saludos

Joselillo dijo...

La verdad es que, tras leerlo, no pude dejar de compartirlo con todos mis amigos del blog.

Por desgracia (creo que la política debería ser una labor en la que todos deberiamos aportar nuestra experiencia una vez en la vida) los actuales políticos han hecho de su "profesión" una auténtica farsa para sacarse un sueldo vitalicio sin dar un palo al agua. Y con todos los gastos pagados.
¿donde queda el principio constitucional que asegura que todos los españoles somos iguales? porque ellos, con 3 años tienen derecho a una pensión que ni los que llevan toda su vida cotizando pueden llegar a soñar.
¿eso es igualdad? No señores, NO.